Francisco: La misión, la inquietud y la alegría de llevar el Evangelio
En la audiencia general el Papa habló de San Francisco Javier, de su celo apostólico y de su deseo de dar a conocer a Jesús en las tierras más lejanas y desconocidas, como China. La invitación a los jóvenes: mirad el horizonte del mundo, mirad los pueblos que tienen tantas necesidades, las personas que sufren, tantas, que necesitan a Jesús
Tiziana Campisi – Ciudad del Vaticano
El amor a Cristo fue la fuerza que lo llevó hasta las fronteras más lejanas, con constantes dificultades y peligros, superando fracasos, desilusiones y desánimos, más aún, dándole consuelo y alegría para seguirlo y servirlo hasta el final.
Esto caracterizó la vida de san Francisco Javier, ejemplo de celo apostólico que el Papa eligió, en la audiencia general, para su decimotercera catequesis del ciclo «La pasión por la evangelización». Está considerado el más grande misionero de los tiempos modernos y es el patrono de las misiones católicas, pero, reflexiona Francisco, ¿cómo definir al más grande de todos aquellos hombres y mujeres que se dedican a las misiones, que dejan su patria para llevar el Evangelio al mundo? El Papa desea que todos puedan tener un poco de su celo por anunciar el Evangelio, con alegría, y su pensamiento se dirige a todos esos jóvenes inquietos que buscan su camino, para poder llevar la Buena Noticia al mundo.
En París, el momento decisivo en la vida de Francisco Javier
Del santo español que vivió en el siglo XVI, Francisco traza un perfil, recuerda sus estudios en la Universidad de París, camino de un puesto eclesiástico bien remunerado, y sus rasgos de juventud. «Simpático y brillante» y mundano, Francisco Javier destaca en lo que hace, es prometedor. Pero es precisamente en la capital francesa donde su vida da un giro, porque en su colegio conoce a Ignacio de Loyola, con quien más tarde fundará la Compañía de Jesús.
Los primeros objetivos del joven jesuita
En la Europa cristiana, que miraba «hacia los confines entonces desconocidos del mundo» y hacia aquellos pueblos que no conocían el Evangelio, el futuro santo -explica el Papa- se encontraba entre aquellos jesuitas enviados por Pablo III a las Indias Orientales a petición del rey de Portugal.
Así comenzó el primero de un numeroso grupo de misioneros apasionados, dispuestos a soportar inmensas dificultades y peligros, a llegar a tierras y a conocer pueblos de culturas y lenguas totalmente desconocidas, movidos únicamente por el fuerte deseo de dar a conocer a Jesucristo y su Evangelio.
Francisco Javier viajó mucho, afrontando duras travesías por mar, y el Pontífice señala que muchos, en aquella época, morían «por naufragios o enfermedades», mientras que hoy muchos mueren cruzando el Mediterráneo en busca de un futuro mejor. Del joven jesuita, entonces, el Papa recuerda el inicio de la misión en Goa y la evangelización de los pescadores de la costa meridional de la India. Enseñaba catecismo y oraciones a los niños, bautizaba y curaba a los enfermos, y una noche, rezando ante la tumba del apóstol San Bartolomé, «sintió que debía ir más allá de la India». Así que, dejando «en buenas manos la obra que ya había comenzado», zarpó valientemente «hacia las Molucas, las islas más lejanas del archipiélago indonesio». Aquí Javier, en el espacio de dos años, «fundó varias comunidades cristianas», y también «puso en versos el catecismo en la lengua local y enseñó a cantarlo». Su experiencia misionera le llevó a definir «los peligros y sufrimientos, aceptados voluntaria y únicamente por amor y servicio a Dios» como «tesoros ricos en grandes consuelos espirituales», como él mismo escribió, precisó el Papa.
Donde aún no había llegado ningún misionero europeo
La misión de Francisco Javier llegó entonces a Japón, donde «ningún misionero europeo se había aventurado todavía», prosigue el Pontífice, que describe los tres «años muy duros por el clima, las oposiciones y la ignorancia de la lengua» pasados en el país por el santo y luego el deseo de llegar a China. Emprendió su nuevo viaje, que sin embargo no llegó a buen puerto porque el misionero jesuita «murió en la pequeña isla de Sancian, esperando en vano desembarcar en tierra firme, cerca de Cantón». Fue el 3 de diciembre de 1552 y tenía 46 años, «pero sus cabellos ya estaban blancos, sus fuerzas consumidas, entregadas sin escatimar esfuerzos al servicio del Evangelio», subraya el Papa. Una vida pasada en las misiones la de San Francisco Javier, en una actividad muy intensa «siempre unida a la oración, a la unión con Dios, mística y contemplativa».